BUEN
VIAJE, SEÑOR PRESIDENTE
ESTABA SENTADO en el escaño de madera bajo las hojas amarillas del
parque solitario, contemplando los
cisnes polvorientos con las dos manos apoyadas en el pomo de plata del bastón,
y pensando en la muerte. Cuando vino a Ginebra por primera vez el lago era
sereno y diáfano, y había gaviotas mansas que se acercaban a comer en las
manos, y mujeres de alquiler que parecían fantasmas de las seis de la tarde,
con volantes de organdí y sombrillas de seda. Ahora la única mujer posible,
hasta donde alcanzaba la vista, era una vendedora de flores en el muelle
desierto. Le costaba creer que el tiempo hubiera podido hacer semejantes
estragos no sólo en su vida sino también en el mundo.
Era un desconocido más en la ciudad de los desconocidos ilustres.
Llevaba el vestido azul oscuro con rayas blancas, el chaleco de brocado y el
sombrero duro de los magistrados en retiro. Tenía un bigote altivo de
mosquetero, el cabello azulado y abundante con ondulaciones románticas, las
manos de arpista con la sortija de viudo en el anular izquierdo, y los ojos
alegres. Lo único que delataba el estado de su salud era el cansancio de la
piel. Y aun así, a los setenta y tres años, seguía siendo de una elegancia
principal. Aquella mañana, sin embargo, se sentía a salvo de toda vanidad. Los
años de la gloria y el poder habían quedado atrás sin remedio, y ahora sólo
permanecían los de la muerte.
Había vuelto a Ginebra después de dos guerras mundiales, en busca de
una respuesta terminante para un dolor que los médicos de la Martinica no
lograron identificar. Había previsto no más de quince días, pero iban ya seis
semanas de exámenes agotadores y resultados inciertos, y todavía no se
vislumbraba el final.
Buscaban el dolor en el hígado, en el riñón, en el páncreas, en la
próstata, donde menos estaba. Hasta aquel jueves indeseable, en que el médico
menos notorio de los muchos que lo habían visto lo citó a las nueve de la
mañana en el pabellón de neurología.
La oficina parecía una celda de monjes, y el médico era pequeño y
lúgubre, y tenía la mano derecha escayolada por una fractura del pulgar. Cuando
apagó la luz, apareció en la pantalla la radiografía iluminada de una espina
dorsal que él no reconoció como suya
hasta que el médico señaló con un puntero, debajo de la cintura, la unión de
dos vértebras.
—Su dolor está aquí —le dijo.
Para él no era tan fácil. Su dolor era improbable y escurridizo, y a
veces parecía estar en el costillar derecho y a veces en el bajo vientre, y a
menudo lo sorprendía con una punzada instantánea en la ingle. El médico lo
escuchó en suspenso y con el puntero inmóvil en la pantalla. «Por eso nos
despistó durante tamo tiempo», dijo.
«Pero ahora sabemos que está aquí». Luego se puso el índice en la
sien, y precisó:
—Aunque en estricto rigor, señor presidente, todo dolor está aquí.
Su estilo clínico era tan dramático, que la sentencia final pareció
benévola: el presidente tenía que someterse a una operación arriesgada e
inevitable. Éste le preguntó cuál era el margen de riesgo, y el viejo doctor lo
envolvió en una luz de in certidumbre.
—No podríamos decirlo con certeza —le dijo.
Hasta hacía poco, precisó, los riesgos de accidentes fatales eran
grandes, y más aún los de distintas parálisis de diversos grados. Pero con los
avances médicos de las dos guerras esos temores eran cosas del pasado.
—Vayase tranquilo —concluyó—. Prepare bien sus cosas, y avísenos. Pero
eso sí, no olvide que cuanto antes será mejor.
No era una buena mañana para digerir esa mala noticia, y menos a la
intemperie.
Había salido muy temprano del hotel, sin abrigo, porque vio un sol
radiante por la ventana, y se había ido con sus pasos contados desde el Chemin
du Beau Soleil, donde estaba el hospital, hasta el refugio de enamorados
furtivos del Parque Inglés.
Llevaba allí más de una hora, siempre pensando en la muerte, cuando
empezó el otoño. El lago se encrespó como un océano embravecido, y un viento de
desorden espantó a las gaviotas y arrasó con las últimas hojas. El presidente
se levantó y, en vez de comprársela a la florista, arrancó una margarita de los
canteros públicos y se la puso en el ojal de la solapa. La florista lo
sorprendió.
—Esas flores no son de Dios, señor —le dijo, disgustada—. Son del
ayuntamiento.
Él no le puso atención. Se alejó con trancos ligeros, empuñando el
bastón por el centro de la caña, y a veces haciéndolo girar con un donaire un
tanto libertino. En el puente del Mont Blanc estaban quitando a toda prisa las
banderas de la Confederación enloquecidas por la ventolera, y el surtidor
esbelto coronado de espuma se apagó antes de tiempo. El presidente no reconoció
su cafetería de siempre sobre el muelle, porque habían quitado el toldo verde
de la marquesina y las terrazas floridas del verano acababan de cerrarse. En el
salón, las lámparas estaban encendidas a pleno día, y el cuarteto de cuerdas
tocaba un Mozart premonitorio. El presidente cogió en el mostrador un periódico
de la pila reservada para los clientes, colgó el sombrero y el bastón en la
percha, se puso los lentes con armadura de oro para leer en la mesa más
apartada, y sólo entonces tomó conciencia de que había llegado el otoño. Empezó
a leer por la página internacional, donde encontraba muy de vez en cuando
alguna noticia de las Américas, y siguió leyendo de atrás hacia adelante hasta
que la mesera le llevó su botella diaria de agua de Evian. Hacía más de treinta
años que había renunciado al hábito del café por imposición de sus médicos.
Pero había dicho: «Si alguna vez tuviera la certidumbre de que voy a morir, volvería
a tomarlo». Quizás la hora había llegado.
—Tráigame también un café —ordenó en un francés perfecto. Y precisó
sin reparar en el doble sentido—: A la italiana, como para levantar a un
muerto.
Se lo tomó sin azúcar, a sorbos lentos, y después puso la taza
bocabajo en el plato para que el sedimento del café, después de tantos años,
tuviera tiempo de escribir su destino. El sabor recuperado lo redimió por un
instante de su mal pensamiento.
Un instante después, como parte del mismo sortilegio, sintió que
alguien lo miraba.
Entonces pasó la página con un gesto casual, miró por encima de los
lentes, y vio al hombre pálido y sin afeitar, con una gorra deportiva y una
chaqueta de cordero volteado, que apartó la mirada al instante para no tropezar
con la suya.
Su cara le era familiar. Se habían cruzado varias veces en el
vestíbulo del hospital, lo había vuelto a ver cualquier día en una motoneta por
la Promenade du Lac mientras él contemplaba los cisnes, pero nunca se sintió
reconocido. No descartó, sin embargo, que fuera otra de las tantas fantasías
persecutorias del exilio.
Terminó el periódico sin prisa, flotando en los chelos suntuosos de
Brahms, hasta que el dolor fue más fuerte que la analgesia de la música.
Entonces miró el relojito de oro que llevaba colgado de una leontina en el
bolsillo del chaleco, y se tomó las dos tabletas calmantes del medio día con el
último trago del agua de Evian. Antes de quitarse los lentes descifró su
destino en el asiento del café, y sintió un estremecimiento glacial: allí
estaba la incertidumbre.
Por último pagó la cuenta con una propina estítica, cogió el bastón y
el sombrero en la percha, y salió a la calle sin mirar al hombre que lo miraba.
Se alejó con su andar festivo, bordeando los canteros de flores despedazadas
por el viento, y se creyó liberado del hechizo. Pero de pronto sintió los pasos
detrás de los suyos, se detuvo al doblar la esquina, y dio media vuelta. El
hombre que lo seguía tuvo que pararse en seco para no tropezar con él, y lo
miró sobrecogido, a menos de dos palmos de sus ojos.
—Señor presidente —murmuró.
—Dígale a los que le pagan que no se hagan ilusiones —dijo el
presidente, sin perder la sonrisa ni el encanto de la voz—. Mi salud es
perfecta.
—Nadie lo sabe mejor que yo —dijo el hombre, abrumado por la carga de
dignidad que le cayó encima—. Trabajo en el hospital.
La dicción y la cadencia, y aun su timidez, eran las de un caribe
crudo.
—No me dirá que es médico —le dijo el presidente.
—Qué más quisiera yo, señor —dijo el hombre—. Soy chofer de
ambulancia.
—Lo siento —dijo el presidente, convencido de su error—. Es un trabajo
duro.
—No tanto como el suyo, señor. Él lo mirósin reservas, se apoyó en el
bastón con las dos manos, y le preguntó con un interés real:
— ¿De dónde es usted?
—Del Caribe.
—De eso ya me di cuenta —dijo el presidente—.
¿Pero de qué país?
—Del mismo que usted, señor, —dijo el hombre, y le tendió la mano—: Mi
nombre es Homero Rey.
El presidente lo interrumpió sorprendido, sin soltarle la mano.
—Caray —le dijo—: ¡Qué buen nombre! Homero se relajó.
—Y es más todavía —dijo—: Homero Rey de la Casa.
Una cuchillada invernal los sorprendió indefensos en mitad de la
calle. El presidente se estremeció hasta los huesos y comprendió que no podría
caminar sin abrigo las dos cuadras que le faltaban hasta la fonda de pobres
donde solía comer.
— ¿Ya almorzó? —le preguntó a Homero.
—Nunca almuerzo —dijo Homero—. Como una sola vez por la noche en mi
casa.
—Haga una excepción por hoy —le dijo él con todos sus encantos a flor
de piel—.
Lo invito a almorzar.
Lo tomó del brazo y lo condujo hasta el restaurante de enfrente, con
el nombre dorado en la marquesina de lona: Le Boeuf Couronné. El interior era
estrecho y cálido, y no parecía haber un sitio libre. Homero Rey, sorprendido de
que nadie reconociera al presidente, siguió hasta el fondo del salón para pedir
ayuda.
— ¿Es presidente en ejercicio? —le preguntó el patrón.
—No —dijo Homero—. Derrocado.
El patrón soltó una sonrisa de aprobación.
—Para esos —dijo—tengo siempre una mesa especial.
Los condujo a un lugar apartado en el fondo del salón donde podían
charlar a gusto.
El presidente se lo agradeció.
—No todos reconocen como usted la dignidad del exilio —dijo.
La especialidad de la casa eran las costillas de buey al carbón. El
presidente y su invitado miraron en torno, y vieron en las otras mesas los
grandes trozos asados con un borde de grasa tierna. «Es una carne magnífica»,
murmuró el presidente. «Pero la tengo prohibida». Fijó en Homero una mirada
traviesa, y cambió de tono.
—En realidad, tengo prohibido todo.
—También tiene prohibido el café, —dijo Homero—, y sin embargo lo
toma.
— ¿Se dio cuenta? —Dijo el presidente—. Pero hoy fue sólo una
excepción en un día excepcional.
La excepción de aquel día no fue sólo con el café. También ordenó una
costilla de buey al carbón y una ensalada de legumbres frescas sin más aderezos
que un chorro de aceite de olivas. Su invitado pidió lo mismo, más media
garrafa de vino tinto.
Mientras esperaban la carne, Homero sacó del bolsillo de la chaqueta
una billetera sin dinero y con muchos papeles, y le mostró al presidente una
foto descolorida. Él se reconoció en mangas de camisa, con varias libras menos
y el cabello y el bigote de un color negro intenso, en medio de un tumulto de
jóvenes que se habían empinado para sobresalir. De una sola mirada reconoció el
lugar, reconoció los emblemas de una campaña electoral aborrecible, reconoció
la fecha ingrata. « ¡Qué barbaridad!», murmuró. «Siempre he dicho que uno
envejece más rápido en los retratos que en la vida real». Y devolvió la foto
con el gesto de un acto final.
—Lo recuerdo muy bien —dijo—. Fue hace miles de años en la gallera de
San Cristóbal de las Casas.
—Es mi pueblo —dijo Homero, y se señaló a sí mismo en el grupo—: Éste
soy yo.
El presidente lo reconoció.
— ¡Era una criatura!
—Casi —dijo Homero—. Estuve con usted en toda la campaña del sur como
dirigente de las brigadas universitarias.
El presidente se anticipó al reproche.
—Yo, por supuesto, ni siquiera me fijaba en usted —dijo.
—Al contrario, era muy gentil con nosotros —dijo Homero—. Pero éramos
tantos que no es posible que se acuerde.
—¿Y luego?
—¿Quién lo puede saber más que usted? —dijo Homero—. Después del golpe
militar, lo que es un milagro es que los dos estemos aquí, listos para comernos
medio buey. No muchos tuvieron la misma suerte.
En ese momento les llevaron los platos. El presidente se puso la
servilleta en el cuello, como un babero de niño, y no fue insensible a la
callada sorpresa del invitado. «Si no hiciera esto perdería una corbata en cada
comida», dijo. Antes de empezar probó la sazón de la carne, la aprobó con un
gesto complacido, y volvió al tema.
—Lo que no me explico —dijo—es por qué no se me había acercado antes
en vez de seguirme como un sabueso.
Entonces Homero le contó que lo había reconocido desde que lo vio
entrar en el hospital por una puerta reservada para casos muy especiales. Era
pleno verano, y él llevaba el traje completo de lino blanco de las Antillas,
con zapatos combinados en blanco y negro, la margarita en el ojal, y la hermosa
cabellera alborotada por el viento. Homero averiguó que estaba solo en Ginebra;
sin ayuda de nadie, pues conocía de memoria la ciudad donde había terminado sus
estudios de leyes. La dirección del hospital, a solicitud suya, tomó las
determinaciones internas para asegurar el incógnito absoluto. Esa misma noche,
Homero se concertó con su mujer para hacer contacto con él. Sin embargo, lo
había seguido durante cinco semanas buscando una ocasión propicia, y quizás no
habría sido capaz de saludarlo si él no lo hubiera enfrentado.
—Me alegro que lo haya hecho —dijo el presidente—, aunque la verdad es
que no me molesta para nada estar solo.
—No es justo.
—¿Por qué? —Preguntó el presidente con sinceridad—. La mayor victoria
de mi vida ha sido lograr que me olviden.
—Nos acordamos de usted más de lo que usted se imagina—dijo Homero sin
disimular su emoción—. Es una alegría verlo así, sano y joven.
——Sin embargo —dijo él sin dramatismo—, todo indica que moriré muy
pronto.
—Sus probabilidades de salir bien son muy altas—dijo Homero.
El presidente dio un salto de sorpresa, pero no perdió la gracia.
— ¡Ah caray! —exclamó—. ¿Es que en la bella Suiza se abolió el sigilo
médico?
—En ningún hospital del mundo hay secretos para un chofer de
ambulancias —dijo
Homero.
—Pues lo que yo sé lo he sabido hace apenas dos horas y por boca del
único que debía saberlo.
—En todo caso, usted no moriría en vano —dijo Homero—. Alguien lo
pondrá en el lugar que le corresponde como un gran ejemplo de dignidad.
El presidente fingió un asombro cómico.
—Gracias por prevenirme —dijo.
Comía como hacía todo: despacio y con una gran pulcritud. Mientras
tanto miraba a
Homero directo a los ojos, de modo que éste tenía la impresión de ver
lo que él pensaba. Al cabo de una larga conversación de evocaciones
nostálgicas, hizo una sonrisa maligna.
—Había decidido no preocuparme por mi cadáver, —dijo—, pero ahora veo
que debo tomar ciertas precauciones de novela policíaca para que nadie lo
encuentre.
—Será inútil —bromeó Homero a su vez—. En el hospital no hay misterios
que duren más de una hora.
Cuando terminaron con el café, el presidente leyó el fondo de su taza,
y volvió a estremecerse: el mensaje era el mismo. Sin embargo, su expresión no
se alteró.
Pagó la cuenta en efectivo, pero antes verificó la suma varias veces,
contó varias veces el dinero con un cuidado excesivo, y dejó una propina que
sólo mereció un gruñido del mesero.
—Ha sido un placer —concluyó, al despedirse de Homero—. No tengo fecha
para la operación, y ni siquiera he decidido si voy a someterme o no. Pero si
todo sale bien volveremos a vernos.
—¿Y por qué no antes? —dijo Homero—. Lazara, mi mujer, es cocinera de
ricos.
Nadie prepara el arroz con camarones mejor que ella, y nos gustaría
tenerlo en casa una noche de estas.
—Tengo prohibidos los mariscos, pero los comeré con mucho gusto —dijo
él—.
Dígame cuándo.
—El jueves es mi día libre —dijo Homero.
—Perfecto —dijo el presidente—. El jueves a las siete de la noche
estoy en su casa.
Será un placer.
—Yo pasaré a recogerlo —dijo Homero—. Hotelerie Dames, 14 rué de
l'Industrie.
Detrás de la estación. ¿Es correcto?
—Correcto, —dijo el presidente, y se levantó más encantador que nunca—.
Por lo visto, sabe hasta el número que calzo.
—Claro, señor —dijo Homero, divertido—: cuarenta y uno.
Lo que Homero Rey no le contó al presidente, pero se lo siguió
contando durante años a todo el que quiso oírlo, fue que su propósito inicial
no era tan inocente. Como otros choferes de ambulancia, tenía arreglos con
empresas funerarias y compañías de seguros para vender servicios dentro del
mismo hospital, sobre todo a pacientes extranjeros de escasos recursos. Eran
ganancias mínimas, y además había que repartirlas con otros empleados que se
pasaban de mano en mano los informes secretos sobre los enfermos graves. Pero
era un buen consuelo para un desterrado sin porvenir que subsistía a duras
penas con su mujer y sus dos hijos con un sueldo ridículo.
Lazara Davis, su mujer, fue más realista. Era una mulata fina de San
Juan de Puerto Rico, menuda y maciza, del color del caramelo en reposo y con
unos ojos de perra brava que le iban muy bien a su modo de ser. Se habían
conocido en los servicios de caridad del hospital, donde ella trabajaba como
ayudante de todo después que un rentista de su país, que la había llevado como
niñera, la dejó al garete en Ginebra.
Se habían casado por el rito católico, aunque ella era princesa
yoruba, y vivían en una sala y dos dormitorios en el octavo piso sin ascensor
de un edificio de emigrantes africanos. Tenían una niña de nueve años, Bárbara,
y un niño de siete,
Lázaro, con algunos índices menores de retraso mental.
Lazara Davis era inteligente y de mal carácter, pero de entrañas
tiernas. Se consideraba a sí misma como una Tauro pura, y tenía una fe ciega en
sus augurios astrales. Sin embargo, nunca pudo cumplir el sueño de ganarse la
vida como astróloga de millonarios. En cambio, aportaba a la casa recursos
ocasionales, y a veces importantes, preparando cenas paraseñoras ricas que se
lucían con sus invitados haciéndoles creer que eran ellas las que cocinaban los
excitantes platos antillanos. Homero, por su parte, era tímido de solemnidad, y
no daba para más de lo poco que hacía, pero Lazara no concebía la vida sin él
por la inocencia de su corazón y el calibre de su arma. Les había ido bien,
pero los años venían cada vez más duros y los niños crecían. Por los tiempos en
que llegó el presidente habían empezado a picotear sus ahorros de cinco años.
De modo que cuando Homero Rey lo descubrió entre los enfermos incógnitos del
hospital, se les fue la mano en las ilusiones.
No sabían a ciencia cierta qué le iban a pedir, ni con qué derecho. En
el primer momento habían pensado venderle el funeral completo, incluidos el
embalsamamiento y la repatriación. Pero poco a poco se fueron dando cuenta de
que la muerte no parecía tan inminente como al principio. El día del almuerzo
estaban ya aturdidos por las dudas.
La verdad es que Homero no había sido dirigente de brigadas
universitarias, ni nada parecido, y la única vez que participó en la campaña
electoral fue cuando tomaron la foto que habían logrado encontrar por milagro
traspapelada en el ropero. Pero su fervor era cierto. Era cierto también que
había tenido que huir del país por su participación en la resistencia callejera
contra el golpe militar, aunque la única razón para seguir viviendo en Ginebra
después de tantos años era su pobreza de espíritu.
Así que una mentira de más o de menos no debía ser un obstáculo para
ganarse el favor del presidente.
La primera sorpresa de ambos fue que el desterrado ilustre viviera en
un hotel de cuarta categoría en el barrio triste de la Grotte, entre emigrantes
asiáticos y mariposas de la noche, y que comiera solo en fondas de pobres,
cuando Ginebra estaba llena de residencias dignas para políticos en desgracia.
Homero lo había visto repetir día tras día los actos de aquel día. Lo había
acompañado de vista, y a veces a una distancia menos que prudente, en sus
paseos nocturnos por entre los muros lúgubres y los colgajos de campánulas
amarillas de la ciudad vieja. Lo había visto absorto durante horas frente a la
estatuía de Calvino. Había subido tras él paso a paso la escalinata de piedra,
sofocado por el perfume ardiente de los jazmines, para contemplar los lentos
atardeceres del verano desde la cima del Bourgle-Four.
Una noche lo vio bajo la primera llovizna, sin abrigo ni paraguas,
haciendo la cola con los estudiantes para un concierto de Rubmstem. «No sé cómo
no le ha dado una pulmonía», le dijo después a su mujer. El sábado anterior,
cuando el tiempo empezó a cambiar, lo había visto comprando un abrigo de otoño
con un cuello de visones falsos, pero no en las tiendas luminosas de la rué du
Rhóne, donde compraban los emires fugitivos, sino en el Mercado de las Pulgas.
—¡Entonces no hay nada que hacer! —exclamó Lazara cuando Homero se lo
contó—. Es un avaro de mierda, capaz de hacerse enterrar por la beneficencia en
la fosa común. Nunca le sacaremos nada.
—A lo mejor es pobre de verdad —dijo Homero—, después de tantos años
sin empleo.
—Ay, negro, una cosa es ser Piséis con ascendente Piséis y otra cosa
es ser pendejo —dijo Lazara—. Todo el mundo sabe que se alzó con el oro del
gobierno y que es el exiliado más rico de la Martinica.
Homero, que era diez años mayor, había crecido impresionado con la
noticia de que el presidente estudió en Ginebra, trabajando como obrero de la
construcción. En cambio Lazara se había criado entre los escándalos de la
prensa enemiga, magnificados en una casa de enemigos, donde fue niñera desde
niña. Así que la noche en que Homero llegó ahogándose de júbilo porque había
almorzado con el presidente, a ella no le valió el argumento de que lo había
invitado a un restaurante caro. Le molestó que Homero no le hubiera pedido nada
de lo mucho que habían soñado, desde becas para los niños hasta un empleo mejor
en el hospital. Le pareció una confirmación de sus sospechas ladecisión de que
le echaran el cadáver a los buitres en vez de gastarse sus francos en un
entierro digno y una repatriación gloriosa. Pero lo que rebosó el vaso fue la
noticia que Homero se reservó para el final, de que había invitado al
presidente a comer arroz de camarones el jueves en la noche.
—No más eso nos faltaba, —gritó Lazara—que se nos muera aquí,
envenenado con camarones de lata, y tengamos que enterrarlo con los ahorros de
los niños. Lo que al final determinó su conducta fue el peso de su lealtad
conyugal. Tuvo que pedir prestado a una vecina tres juegos de cubiertos de
alpaca y una ensaladera de cristal, a otra una cafetera eléctrica, a otra un
mantel bordado y una vajilla china para el café. Cambió las cortinas viejas por
las nuevas, que sólo usaban en los días de fiesta, y les quitó el forro a los
muebles. Pasó un día entero fregando los pisos, sacudiendo el polvo, cambiando
las cosas de lugar, hasta que logró lo contrario de lo que más les hubiera
convenido, que era conmover al invitado con el decoro de la pobreza.
El jueves en la noche, después que se repuso del ahogo de los ocho
pisos, el presidente apareció en la puerta con el nuevo abrigo viejo y el
sombrero melón de otro tiempo, y con una sola rosa para Lazara. Ella se
impresionó con su hermosura viril y sus maneras de príncipe, pero más allá de
todo eso lo vio como esperaba verlo: falso y rapaz. Le pareció impertinente,
porque ella había cocinado con las ventanas abiertas para evitar que el vapor
de los camarones impregnara la casa, y lo primero que hizo él al entrar fue
aspirar a fondo, como en un éxtasis súbito, y exclamó con los ojos cerrados y
los brazos abiertos: «¡Ah, el olor de nuestro mar!»
Le pareció más tacaño que nunca por llevarle una sola rosa, robada sin
duda en los jardines públicos. Le pareció insolente, por el desdén con que miró
los recortes de periódicos sobre sus glorias presidenciales, y los gallardetes
y banderines de la campaña, que Homero había clavado con tanto candor en la
pared de la sala. Le pareció duro de corazón, porque no saludó siquiera a
Bárbara y a Lázaro, que le tenían un regalo hecho por ellos, y en el curso de
la cena se refirió a dos cosas que no podía soportar: los perros y los niños.
Lo odió. Sin embargo, su sentido caribe de la hospitalidad se impuso sobre sus
prejuicios. Se había puesto la bata africana de sus noches de fiesta y sus
collares y pulseras de santería, y no hizo durante la cena un solo gesto ni
dijo una palabra de sobra. Fue más que irreprochable: perfecta.
La verdad era que el arroz de camarones no estaba entre las virtudes
de su cocina, pero lo hizo con los mejores deseos, y le quedó muy bien. El
presidente se sirvió dos veces sin medirse en los elogios, y le encantaron las
tajadas fritas de plátano maduro y la ensalada de aguacate, aunque no compartió
las nostalgias. Lazara se conformó con escuchar hasta los postres, cuando
Homero se atascó sin que viniera a cuento en el callejón sin salida de la
existencia de Dios.
—Yo sí creo que existe —dijo el presidente—, pero que no tiene nada
que ver con los seres humanos. Anda encosas mucho más grandes.
—Yo sólo creo en los astros —dijo Lazara, y escrutó la reacción del
presidente—
— ¿Qué día nació usted?
—Once de marzo.
—Tenía que ser —dijo Lazara, con un sobresalto triunfal, y preguntó de
buen tono—:
¿No serán demasiado dos Piséis en una misma mesa?
Los hombres seguían hablando de Dios cuando ella se fue a la cocina a
preparar el café. Había recogido los trastos de la comida y ansiaba con toda su
alma que la noche terminara bien. De regreso a la sala con el café le salió al
encuentro una frase suelta del presidente que la dejó atónita:
—No lo dude, mi querido amigo: lo peor que pudo pasarle a nuestro
pobre país es que yo fuera presidente.
Homero vio a Lazara en la puerta con las tazas chinas y la cafetera
prestada, y creyó que se iba a desmayar. También el presidente se fijó en ella.
«No me mire así, señora», le dijo de buen tono. «Estoy hablando con el
corazón». Y luego, volviéndose a Homero, terminó:
—Menos mal que estoy pagando cara mi insensatez.
Lazara sirvió el café, apagó la lámpara cenital de la mesa cuya luz
inclemente estorbaba para conversar, y la sala quedó en una penumbra íntima.
Por primera vez se interesó en el invitado, cuya gracia no alcanzaba a
disimular su tristeza. La curiosidad de Lazara aumentó cuando él terminó el
café y puso la taza bocabajo en el plato para que reposara el asiento.
El presidente les contó en la sobremesa que había escogido la isla de
Martinica para su destierro, por la amistad con el poeta Aimé Césaire, que por
aquel entonces acababa de publicar su Cahier d'un retour au pays natal, y le
prestó ayuda para iniciar una nueva vida. Con lo que les quedaba de la herencia
de la esposa compraron una casa de maderas nobles en las colinas de Fort de
France, con alambreras en las ventanas y una terraza de mar llena de flores
primitivas, donde era un gozo dormir con el alboroto de los grillos y la brisa de
melaza y ron de caña de los trapiches. Se quedó allí con la esposa, catorce años
mayor que él y enferma desde su parto único, atrincherado contra el destino en
la relectura viciosa de sus clásicos latinos, en latín, y con la convicción de
que aquél era el acto final de su vida. Durante años tuvo que resistir las
tentaciones de toda clase de aventuras que le proponían sus partidarios
derrotados.
—Pero nunca volví a abrir una carta —dijo—. Nunca, desde que descubrí
que hasta las más urgentes eran menos urgentes una semana después, y que a los
dos meses no se acordaba de ellas ni el que las había escrito.
Miró a Lazara a media luz cuando encendió un cigarrillo, y se lo quitó
con un movimiento ávido de los dedos. Le dio una chupada profunda, y retuvo el
humo en la garganta. Lazara, sorprendida, cogió la cajetilla y los fósforos
para encender otro, pero él le devolvió el cigarrillo encendido. «Fuma usted
con tanto gusto que no pude resistir la tentación», le dijo él. Pero tuvo que soltar
el humo porque sufrió un principio de tos.
—Abandoné el vicio hace muchos años, pero él no me abandonó a mí por
completo
—dijo—. Algunas veces ha logrado vencerme. Como ahora.
La tos le dio dos sacudidas más. Volvió el dolor. El presidente miró
la hora en el relojito de bolsillo, y tomó las dos tabletas de la noche. Luego
escrutó el fondo de la taza: no había cambiado nada, pero esta vez no se
estremeció.
—Algunos de mis antiguos partidarios han sido presidentes después que
yo —dijo.
—Sáyago,—dijo Homero.
—Sáyago y otros —dijo él—. Todos como yo: usurpando un honor que no merecíamos
con un oficio que no sabíamos hacer. Algunos persiguen sólo el poder, pero la
mayoría busca todavía menos: el empleo.
Lazara se encrespó.
—¿Usted sabe lo que dicen de usted? —le preguntó.
Homero, alarmado, intervino:
—Son mentiras.
—Son mentiras y no lo son —dijo el presidente con una calma
celestial—.
Tratándose de un presidente, las peores ignominias pueden ser las dos
cosas al mismo tiempo: verdad y mentira.
Había vivido en la Martinica todos los días del exilio, sin más
contactos con el exterior que las pocas noticias del periódico oficial,
sosteniéndose con clases de español y latín en un liceo oficial y con las
traducciones que a veces le encargaba
Aimé Césaire. El calor era insoportable en agosto, y él se quedaba en
la hamaca hasta el medio día, leyendo al arrullo del ventilador de aspas del
dormitorio. Su mujer se ocupaba de los pájaros que criaba en libertad, aun en
las horas de más calor, protegiéndose del sol con un sombrero de paja de alas
grandes, adornado de frutillas artificiales y flores de organdí. Pero cuando bajaba
el calor era bueno tomar el fresco en la terraza, él con la vista fija en el mar
hasta que se hundía en las tinieblas, y ella en su mecedor de mimbre, con el sombrero
roto y las sortijas de fantasía en todos los dedos, viendo pasar los buques del
mundo. «Ese va para
Puerto Santo», decía ella. «Ese casi no puede andar con la carga de
guineos de Puerto Santo», decía. Pues no le parecía posible que pasara un buque
que no fuera de su tierra. Él se hacía el sordo, aunque al final ella logró
olvidar mejor que él, porque se quedó sin memoria. Permanecían así hasta que terminaban
los crepúsculos fragorosos, y tenían que refugiarse en la casa derrotados por
los zancudos. Uno de esos tantos agostos, mientras leía el periódico en la
terraza, el presidente dio un salto de asombro.
—¡Ah, caray! —dijo—. ¡He muerto en Estoril!
Su esposa, levitando en el sopor, se espantó con la noticia. Eran seis
líneas en la página quinta del periódico que se imprimía a la vuelta de la
esquina, en el cual se publicaban sus traducciones ocasionales, y cuyo director
pasaba a visitarlo de vez en cuando. Y ahora decía que había muerto en Estoril de
Lisboa, balneario y guarida de la decadencia europea, donde nunca había estado,
y tal vez el único lugar del mundo donde no hubiera querido morir. La esposa murió
de veras un año después, atormentada por el último recuerdo que le quedaba para
aquel instante: el del único hijo, que había participado en el derrocamiento de
su padre, y fue fusilado más tarde por sus propios cómplices.
El presidente suspiró. «Así somos, y nada podrá redimirnos», dijo. «Un
continente concebido por las heces del mundo entero sin un instante de amor: hijos
de raptos, de violaciones, de tratos infames, de engaños, de enemigos con
enemigos». Se enfrentó a los ojos africanos de Lazara, que lo escudriñaban sin
piedad, y trató de amansarla con su labia de viejo maestro.
—La palabra mestizaje significa mezclar las lágrimas con la sangre que
corre. ¿Qué puede esperarse de semejante brebaje?
Lazara lo clavó en su sitio con un silencio de muerte. Pero logró
sobreponerse, poco antes de la media noche, y lo despidió con un beso formal.
El presidente se opuso a que Homero lo acompañara al hotel, pero no pudo
impedir que lo ayudara a conseguir un taxi. De regreso a casa, Homero encontró
a su mujer descompuesta, de furia.
—Ese es el presidente mejor tumbado del mundo —dijo ella—. Un tremendo
hijo de puta.
A pesar de los esfuerzos que hizo Homero por tranquilizarla, pasaron
en vela una noche terrible. Lazara reconocía que era uno de los hombres más
bellos que había visto, con un poder de seducción devastadora y una virilidad
de semental. «Así como está, viejo y jodido, debe ser todavía un tigre en la cama»,
dijo. Pero creía que esos dones de Dios los había malbaratado al servicio de la
simulación. No podía soportar sus alardes de haber sido el peor presidente de
su país. Ni sus ínfulas de asceta, si estaba convencida de que era dueño de la
mitad de los ingenios de la Martinica. Ni la hipocresía de su desdén por el
poder, si era evidente que lo daría todo por volver un minuto a la presidencia
para hacerles morder el polvo a sus enemigos.
—Y todo eso —concluyó—, sólo por tenernos rendidos a sus pies.
—¿Qué puede ganar con eso? —dijo Homero.
—Nada —dijo ella—. Lo que pasa es que la coquetería es un vicio que no
se sacia con nada.
Era tanta su furia, que Homero no pudo soportarla en la cama, y se fue
a terminar la noche envuelto con una manta en el diván de la sala. Lazara se
levantó también en la madrugada, desnuda de cuerpo entero, como solía dormir y
estar en casa, y hablando consigo misma en un monólogo de una sola cuerda. En
un momento borró de la memoria de la humanidad todo rastro de la cena
indeseable. Devolvió al amanecer las cosas prestadas, cambió las cortinas nuevas
por las viejas y puso los muebles en su lugar, hasta que la casa volvió a ser tan
pobre y decente como había sido hasta la noche anterior. Por último arrancó los
recortes de prensa, los retratos, los banderines y gallardetes de la campaña
abominable, y tiró todo en el cajón de la basura con un grito final.
—¡Al carajo!
Una semana después de la cena, Homero encontró al presidente
esperándolo a la salida del hospital, con la súplica de que lo acompañara a su
hotel. Subieron los tres pisos empinados hasta una mansarda con una sola
claraboya que daba a un cielo de ceniza, y atravesada por una cuerda con ropa
puesta a secar. Había además una cama matrimonial que ocupaba la mitad del
espacio, una silla simple, un aguamanil y un bidé portátil, y un ropero de
pobres con el espejo nublado. El presidente notó la impresión de Homero.
—Es el mismo cubil donde viví mis años de estudiante —le dijo, como excusándose—.
Lo reservé desde Fort de France.
Sacó de una bolsa de terciopelo y desplegó sobre la cama el saldo
final de sus recursos: varias pulseras de oro con distintos adornos de piedras
preciosas, un collar de perlas de tres vueltas y otros dos de oro y piedras preciosas;
tres cadenas de oro con medallas de santos y un par de aretes de oro con
esmeraldas, otro con diamantes y otro con rubíes; dos relicarios y un guardapelos,
once sortijas con toda clase de monturas preciosas y una diadema de brillantes
que pudo haber sido de una reina. Luego sacó de un estuche distinto tres pares
de mancornas de plata y dos de oro con sus correspondientes pisacorbatas, y un reloj
de bolsillo enchapado en oro blanco. Por último sacó de una caja de zapatos sus
seis condecoraciones: dos de oro, una de plata, y el resto, chatarra pura.
—Es todo lo que me queda en la vida —dijo.
No tenía más alternativas que venderlo todo para completar los gastos
médicos, y deseaba que Homero le hiciera el favor con el mayor sigilo. Sin
embargo Homero no se sintió capaz de complacerlo mientras no tuviera las
facturas en regla.
El presidente le explicó que eran las prendas de su esposa heredadas
de una abuela colonial que a su vez había heredado un paquete de acciones en
minas de oro en Colombia. El reloj, las mancuernas y los pisacorbatas eran
suyos. Las condecoraciones, por supuesto, no fueron antes de nadie.
—No creo que alguien tenga facturas de cosas así —dijo.
Homero fue inflexible.
—En ese caso —reflexionó el presidente—, no me quedará más remedio que
dar la cara.
Empezó a recoger las joyas con una calma calculada. «Le ruego que me
perdone, mi querido Homero, pero es que no hay peor pobreza que la de un
presidente pobre», le dijo. «Hasta sobrevivir parece indigno». En ese instante,
Homero lo vio con el corazón, y le rindió sus armas.
Aquella noche, Lazara regresó tarde a casa. Desde la puerta vio las
joyas radiantes bajo la luz mercurial del comedor, y fue como si hubiera visto
un alacrán en su cama.
—No seas bruto, negro —dijo, asustada—. ¿Por qué están aquí esas
cosas?
La explicación de Homero la inquietó todavía más. Se sentó a examinar
las joyas, una por una, con una meticulosidad de orfebre. A un cierto momento
suspiró: «Debe ser una fortuna». Por último se quedó mirando a Homero sin
encontrar una salida para su ofuscación.
—Carajo —dijo—. ¿Cómo hace uno para saber si todo lo que ese hombre
dice es verdad?
—¿Y por qué no? —dijo Homero—. Acabo de ver que él mismo lava su ropa,
y la seca en el cuarto igual que nosotros, colgada en un alambre.
—Por tacaño —dijo Lazara.
—O por pobre —dijo Homero. Lazara volvió a examinar las joyas, pero
ahora con menos atención, porque también ella estaba vencida. Así que la mañana
siguiente se vistió con lo mejor que tenía, se aderezó con las joyas que le
parecieron más caras, se puso cuantas sortijas pudo en cada dedo, hasta en el
pulgar, y cuantas pulseras pudo ponerse en cada brazo, y se fue a venderlas. «A
ver quién le pide facturas a Lazara Davis», dijo al salir, pavoneándose de
risa. Escogió la joyería exacta, con más ínfulas que prestigio, donde sabía que
se vendía y se compraba sin demasiadas preguntas, y entró aterrorizada pero
pisando firme.
Un vendedor vestido de etiqueta, enjuto y pálido, le hizo una venia
teatral al besarle la mano, y se puso a sus órdenes. El interior era más claro
que el día, por los espejos y las luces intensas, y la tienda entera parecía de
diamante. Lazara, sin mirar apenas al empleado por temor de que se le notara la
farsa, siguió hasta el fondo.
El empleado la invitó a sentarse ante uno de los tres escritorios Luis
XV que servían de mostradores individuales, y extendió .encima un pañuelo
inmaculado. Luego se sentó frente a Lazara, y esperó.
—¿En qué puedo servirle?
Ella se quitó las sortijas, las pulseras, los collares, los aretes,
todo lo que llevaba a la vista, y fue poniéndolos sobre el escritorio en un
orden de ajedrez. Lo único que quería, dijo, era conocer su verdadero valor.
El joyero se puso el monóculo en el ojo izquierdo, y empezó a examinar
las alhajas con un silencio clínico. Al cabo de un largo rato, sin interrumpir
el examen, preguntó:
—¿De dónde es usted? ..u.,, Lazara no había previsto esa pregunta.
—Ay, mi señor —suspiró—. De muy lejos.
—Me lo imagino —dijo él.
Volvió al silencio, mientras Lazara lo escudriñaba sin misericordia
con sus terribles ojos de oro. El joyero le consagró una atención especial a la
diadema de diamantes, y la puso aparte de las otras joyas.
Lazara suspiró.
—Es usted un Virgo perfecto —dijo. El joyero no interrumpió el examen.
—¿Cómo lo sabe? , —Por el modo de ser —dijo Lazara. , Él no hizo
ningún comentario hasta que terminó, y se dirigió a ella con la misma
parsimonia del principio.
—¿De dónde viene todo esto?
—Herencia de una abuela —dijo Lazara con voz tensa—. Murió el año
pasado en Paramáribo a los noventa y siete años.
El joyero la miró entonces a los ojos. «Lo siento mucho», le dijo.
«Pero el único valor de estas cosas es lo que pese el oro». Cogió la diadema
con la punta de los dedos y la hizo brillar bajo la luz deslumbrante.
—Salvo esta —dijo—. Es muy antigua, egipcia tal vez, y sería invaluable
si no fuera por el mal estado de los brillantes. Pero de todos modos tiene un
cierto valor histórico.
En cambio, las piedras de las otras alhajas, las amatistas, las
esmeraldas, los rubíes, los ópalos, todas, sin excepción, eran falsas. «Sin
duda las originales fueron buenas», dijo el joyero, mientras recogía las
prendas para devolverlas. «Pero de tanto pasar de una generación a otra se han
ido quedando en el camino las piedras legítimas, reemplazadas por culos de
botella». Lazara sintió una náusea verde, respiró hondo y dominó el pánico. El
vendedor la consoló:
—Ocurre a menudo, señora.
—Ya lo sé —dijo Lazara, aliviada—.Por eso quiero salir de ellas.
Entonces sintió que estaba más allá de la farsa, y volvió a ser ella
misma. Sin más vueltas sacó del bolso las mancuernas, elreloj de bolsillo, los
pisacorbatas, las condecoraciones de oro y plata, y el resto de baratijas
personales del presidente, y puso todo sobre la mesa.
—¿También esto? —preguntó el joyero.
—Todo —dijo Lazara.
Los francos suizos con que le pagaron eran tan nuevos que temió
mancharse los dedos con la tinta fresca. Los recibió sin contarlos, y el joyero
la despidió en la puerta con la misma ceremonia del saludo. Ya de salida,
sosteniendo la puerta de cristal para cederle el paso, la demoró un instante.
—Y una última cosa, señora —le dijo—: soy Acuario.
A la prima noche Homero y Lazara llevaron el dinero al hotel. Hechas
otra vez las cuentas, faltaba un poco más. De modo que el presidente se quitó y
fue poniendo sobre la cama el anillo matrimonial, el reloj con la leontina y
las mancuernas y el pisa corbatas que estaba usando.
Lazara le devolvió el anillo.
—Esto no —le dijo—. Un recuerdo así no se puede vender.
El presidente lo admitió y volvió a ponerse el anillo. Lazara le
devolvió así mismo el reloj del chaleco. «Esto tampoco», dijo. El presidente no
estuvo de acuerdo pero ella lo puso en su lugar.
—¿A quién se le ocurre vender relojes en Suiza?
—Ya vendimos uno —dijo el presidente.
—Si, pero no por el reloj sino por el oro.
—También este es de oro —dijo el presidente.
—Sí —dijo Lazara—. Pero usted puede hasta quedarse sin operar, pero no
sin saber qué hora es.
Tampoco le aceptó la montura de oro de los lentes, aunque él tenía
otro par de carey. Sopesó las prendas que tenía en la mano, y puso término a
las dudas.
—Además —dijo—. Con esto alcanza.
Antes de salir, descolgó la ropa mojada, sin consultárselo, y se la
llevó para secarla y plancharla en la casa. Se fueron en la motoneta, Homero
conduciendo y Lazara en la parrilla, abrazada a su cintura. Las luces públicas
acababan de encenderse en la tarde malva. El viento había arrancado las últimas
hojas, y los árboles parecían fósiles desplumados. Un remolcador descendía por
el Ródano con un radio a todo volumen que iba dejando por las calles un reguero
de música. Georges Brassens cantaba: Mon amour tiens bien la, barre, le temps
va passer par la, et le temps est un barbare dans le genre d'Attila, par la ou
son cheval passe Vamour ne repousse pas. Homero y Lazara corrían en silencio
embriagados por la canción y el olor memorable de los jacintos. Al cabo de un
rato, ella pareció despertar de un largo sueño.
—Carajo —dijo.
—¿Qué?
_El pobre viejo —dijo Lazara. ¡Qué vida de mierda!
El viernes siguiente, 7 de octubre, el presidente fue operado en una
sesión de cinco horas que por el momento dejó las cosas tan oscuras como
estaban. En rigor, el único consuelo era saber que estaba vivo. Al cabo de diez
días lo pasaron a un cuarto compartido con otros enfermos, y pudieron
visitarlo. Era otro: desorientado y macilento, y con un cabello ralo que se le desprendía
con el solo roce de la almohada. De su antigua prestancia sólo le quedaba la
fluidez de las manos. Su primer intento de caminar con dos bastones ortopédicos
fue descorazonador. Lazara se quedaba a dormir a su lado para ahorrarle el
gasto de una enfermera nocturna.
Uno de los enfermos del cuarto pasó la primera noche gritando por el
pánico de la muerte. Aquellas veladas interminables acabaron con las últimas
reticencias de
Lazara.
A los cuatro meses de haber llegado a Ginebra, le dieron de alta.
Homero, administrador meticuloso de sus fondos exiguos, pagó las cuentas del
hospital y se lo llevó en su ambulancia con otros empleados que ayudaron a
subirlo al octavo piso. Se instaló en la alcoba de los niños, a quienes nunca
acabó de reconocer, y poco a poco volvió a la realidad. Se empeñó en los
ejercicios de rehabilitación con un rigor militar, y volvió a caminar con su
solo bastón. Pero aun vestido con la buena ropa de antaño estaba muy lejos de
ser el mismo, tanto por su aspecto como por el modo de ser. Temeroso del
invierno que se anunciaba muy severo, y que en realidad fue el más crudo de lo
que iba del siglo, decidió regresar en un barco que zarpaba de Marsella el 13
de diciembre, contra el criterio de los médicos que querían vigilarlo un poco
más. A última hora el dinero no alcanzó para tanto, y Lazara quiso completarlo
a escondidas de su marido con un rasguño más en los ahorros de los hijos, pero
también allí encontró menos de lo que suponía. Entonces Homero le confesó que
lo había cogido a escondidas de ella para completar la cuenta del hospital.
—Bueno —se resignó Lazara—. Digamos que era el hijo mayor.
El 11 de diciembre lo embarcaron en el tren de Marsella bajo una
fuerte tormenta de nieve, y sólo cuando volvieron a casa encontraron una carta
de despedida en la mesa de noche de los niños. Allí mismo dejó su anillo de
bodas para Bárbara, junto con el de la esposa muerta, que nunca trató de
vender, y el reloj de leontina para Lázaro. Como era domingo, algunos vecinos
caribes que descubrieron el secreto habían acudido a la estación de Cornavin
con un conjunto de arpas de Veracruz. El presidente estaba sin aliento, con el
abrigo de perdulario y una larga bufanda de colores que había sido de Lazara,
pero aún así permaneció en el pescante del último vagón despidiéndose con el
sombrero bajo el azote del vendaval. El tren empezaba a acelerar cuando Homero
cayó en la cuenta de que se había quedado con el bastón. Corrió hasta el
extremo del andén y lo lanzó con bastante fuerza para que el presidente lo
atrapara en el aire, pero cayó entre las ruedas y quedó destrozado.
Fue un instante de terror. Lo último que vio Lazara fue la mano
trémula estirada para atrapar el bastón que nunca alcanzó, y el guardián del
tren que logró agarrar por la bufanda al anciano cubierto de nieve, y lo salvó
en el vacío. Lazara corrió despavorida al encuentro del marido tratando de reír
detrás de las lágrimas.
—Dios mío —le gritó—, ese hombre no se muere con nada.
Llegó sano y salvo, según anunció en su extenso telegrama de gratitud.
No se volvió a saber nada de él en más de un año. Por fin llegó una carta de
seis hojas manuscritas en la que ya era imposible reconocerlo. El dolor había
vuelto, tan intenso y puntual como antes, pero él decidió no hacerle caso y
dedicarse a vivir la vida como viniera. El poeta Aimé Césaire le había regalado
otro bastón con incrusta-ciones de nácar, pero había resuelto no usarlo. Hacía
seis meses que comía carne con regularidad, y toda clase de mariscos, y era
capaz de beberse hasta veinte tazas diarias de café cerrero. Pero ya no leía el
fondo de la taza porque sus pronósticos le resultaban al revés. El día que
cumplió los setenta y cinco años se había tomado unas copitas del exquisito ron
de la Martinica, que le sentaron muy bien, y volvió a fumar. No se sentía
mejor, por supuesto, pero tampoco peor. Sin embargo, el motivo real de la carta
era comunicarles que se sentía tentado de volver a su país para ponerse al
frente de un movimiento renovador, por una causa justa y una patria digna,
aunque sólo fuera por la gloria mezquina de no morirse de viejo en su cama.
En ese sentido, concluía la carta, elviaje a Ginebra había sido
providencial.